En este rescate de una antigua leyenda huarpe, el reconocido historiador y escritor mendocino Gustavo Capone cuenta la epopeya de amor de quien sería la primera mujer consagrada reina en Mendoza, mucho antes -y fuera del tiempo- con respecto a las modernas reinas de la Vendimia. Foto principal: Acrílico sobre lienzo de Carlos Andrés Isola.
Por Gustavo Capone (Nota publicada originalmente en el diario mdzol.com)
“Cuando todo era nada, era nada el principio. Él era el Principio y de la noche hizo luz”. Indudablemente es “Vox Dei”. La voz de ese mítico dios que determinó, que mucho antes que el español asomara por estos lugares “hubo tierra, agua, sangre, flores, todo eso y también tiempo”. Es por eso que nos parece oportuno remontarnos hasta los orígenes para conocer la legendaria historia de amor de la primera mujer consagrada reina en Mendoza. Leyenda trágica que marcará el derrotero de un pueblo y, paralelamente, las desavenencias que las mujeres, aun siendo diosas reinantes, debieron padecer a lo largo de los siglos.
“Génesis” en tiempos de reinas y de vendimia
Hunuc era un hombre solo. Dueño del paisaje; joven indio sagrado de quien dependía la totalidad de la naturaleza del Cuyun, “el territorio de las arenas”. Pero estaba solo. Era hijo de la montaña y el sol. Todo el paraíso terrenal era de él. Creará la jarilla, el junquillo, el algarrobo. Inventará la chicha y la aloja para ahogar sus penas, y hasta sabía en qué parte del cerro se escondía el azufre, la plata y el hierro. Pero vivía solo, y aunque tuviera mucho poder, como en casos seguirá pasando por los siglos de los siglos, su angustia no se apagaba. La Mendoza que conocemos estaba lejos de llamarse como tal, y por ese tiempo nativo, esta tierra era Huentata (“huen”: guanaco – “ata”: valle).
Cuenta la leyenda, validada por el mágico e irrefutable imaginario popular, que un cierto día, uno de aquellos guanacos del valle le dijo a Hunuc, que la única forma de superar esa triste depresión que generaba su penosa soledad, sería consiguiendo una mujer, lo que ellos (los animales) llamaban: una hembra. Eso le permitiría tener crías y ya no estar tan solo en su inmenso dominio mundano.
¿Pero cómo hacerlo? Decidido a emprender ese desafío se dispuso hablar con sus padres. Subió hasta el cerro Mercedario donde un viento caliente le sopló al oído que sí quería conversar con su madre, “la montaña”, debía escalar hasta la punta del Aconcagua, “el más alto vigía”. Un cóndor (“kuntur”) milenario, aquel que tenía las alas más grandes, le serviría de guía desde el cielo mientras que la “mulánima” (“el ánima hecho mula”) iría abriendo el sendero, haciendo la huella por donde, en cientos de años posteriores, transitarán los baqueanos, arrieros y troperos.
“El hombre es fuego, la mujer estopa, llega el diablo y sopla”
Después de días de viaje llegó hasta su madre. Con entusiasmo le contó sus ganas de encontrar una compañía. “La montaña”, su madre, entonces aseveró que para dar luz a la primera “axe” (mujer), tanto Xumuc y Chuna (sol y luna) debían fundirse en un eclipse. Esa fusión de sol y luna haría nacer una niña. Pero había un precio que pagar: no podrían procrear para no dejar descendencia.
Hunuc tendría una esposa, pero no podría tener hijos. Obviamente, Hunuc aceptó las condiciones y al próximo eclipse, cuando el sol se posó sobre la luna, nació Huar, la primera mujer que reinará en el mundo mendocino.
Pero la historia no termina ahí
¿Cómo pasó, lo que pasó? Hunuc y Huar se amaban perdidamente. Y la pasión pudo más. “El hombre es fuego, la mujer estopa, llega el diablo y sopla”; en tanto, por un instante olvidaron aquella promesa hecha al sol y a la luna. Al tiempo, lo que podría considerarse un milagro terminó siendo una tragedia: Huar estaba embarazada.
Toda la naturaleza se alteró. Terremotos, granizo, zonda, sequias, pestes, plagas, refucilos, crecientes, mangas de langostas, y todos los males que asecharán en las futuras siestas mendocinas (“pericanas”, chanchos con cadenas, viejos con bolsas, víboras, futres) fueron enviados por Xumuc (el sol), que lleno de furia aseguraba que esos padecimientos durarían para siempre en estas tierras cuyanas, y no habría, ni la más poderosa “cruz de sal” con un cuchillo clavado al medio o el más rojo de todos los trapos atados a las cepas, que podría contrarrestar la maldición.
Ni aún los milagros divinos que provendrían del mañana, en lugares que los trovadores llamarán Carrodilla, evitarían los catastróficos flagelos naturales. Xumuc estaba “montado en Cólera”.
Del relato, aludiendo a las consecuencias de la pasión entre Hunuc y Huar
Pero no toda la penitencia concluiría ahí. Ante el embarazo de la diosa reina Huar fueron obligados a optar por la vida de ellos o la interrupción inmediata del embarazo. La decisión no se hizo esperar: ese niñito, ese indiecito, debía nacer. Así fue. Nació el indio y fue bautizado Huarpe (“hijo de la divinidad”), dando a luz una criatura que se convertirá en otro icono fundante de la venidera mendocinidad.
Junto a la primera leche materna sus padres le trasmitieron la importancia de amar la montaña, cuidar el poco de agua que tenía el desierto y jamás ser agresivo con la geografía del lugar, por más que esta se mostrase con espinas como el piquillín, fuera voraz como el “yalguaraz” (puma) o venenosa como la “amaru” (serpiente). Tras eso partieron desolados, pues la muerte los esperaba en el oscuro hueco de las cenizas: el “Putún-cutú”, azotador volcán Tupungato, “la altura que llega a las nubes”.
El origen de la etnia huarpe
Los dioses fueron más generosos con Huarpe que con sus padres, permitiéndole conocer una mujer y desde ahí multiplicarse dando origen a la etnia de los huarpes. Mientras tanto, Hunuc y Huar no pudiendo estar ni un instante separados y se unieron en un solo ser, constituyéndose, metamorfosis mediante, en Hunuc Huar. El hombre y la mujer que la pena por amor consagró en un solo ser.
Fue así, que Hunuc Huar nunca dejó de bregar desde el más allá por su hijo, sus descendientes y la naturaleza de toda la cuyanía. El ejemplo de esos buenos padres caló tan profundo en Xumuc, quien arrepentido consagró a Hunuc Huar como dios de todos los huarpes, cediéndole como trono a los cerros. Las lágrimas de dolor que emanaron de compungido Xumuc fueron tantas, tras haberse dado cuenta del daño que había causado, que terminaron creando una laguna: Guanacache, que luego se extenderá en decenas de otras lagunas y arroyitos, a cuya vera se asentaron los huarpes, multiplicando las poblaciones y las fuentes de vida. Guanacache, será la génesis y, además, la síntesis que hoy aún emociona: “Gua”: admira /aprovecha – “naico”: el agua que corre – “che”: gente.
Lo que viene es la parte conocida del cuento histórico. Al tiempo llegará el español. Los nuevos pesares, pero también, las nuevas fiestas. Los nuevos dioses, la nueva lengua, los nuevos panes, el nuevo vino y recién ahí: las nuevas reinas. Pero eso será otra historia.