El autor es periodista. Nacido y criado en la Patagonia. Mendocino por opción desde 1998. Dirigió las redacciones de los diarios Los Andes y MDZ Online y de MDZ Radio. Actualmente conduce el programa «Te digo lo que pienso», por Radio Nihuil y es director del diario digital Mendoza Post.
Mi primera aproximación al mundo del vino fue un pingüino blanco, de losa, reluciente e impecable, con el pico pintado de azul, servido en vasos lisos sobre un mantel de hule, en una vieja vivienda “al fondo” de un pasillo sobre la calle Alem, en Comodoro Rivadavia. Debo haber tenido unos cinco años por entonces, o menos. La Argentina consumía más de 80 litros per cápita. Fue la primera vez que tuve conciencia del vino. De su olor, y de su color. Me daba muchísima curiosidad, porque era algo que sólo podían tomar los padres. Totalmente prohibido a los niños.
Luego, en la adolescencia, tomar vino con la autorización de tus mayores, con mucha agua o soda, era más importante que el carnet de conducir. En mi caso fue a los 15 años. “Prefiero que tomes vino, y no esto que afloja tornillos…”, dijo mi padre, en referencia a la Coca Cola de litro familiar, que en casa se compraba muy de vez en cuando. Y me sirvió un vaso con un tercio de vino tinto, y el resto de soda. Si cierro los ojos puedo sentir el chorro gaseoso entrar con fuerza en el vaso de vino. En la tarde de ese día se lo conté a todos mis amigos. Ya podía afeitarme, salir con chicas, y ser un “pibe grande”. Por entonces tomábamos el vino en vasos. Las copas eran para la sidra y los espumantes.
Me crié en la Patagonia austral. Comodoro Rivadavia, Trelew y Puerto Madryn fueron mi patio de juegos. Desde mis primeros recuerdos hasta los 16 años, transcurrieron en la Comodoro petrolera, cosmopolita, dura, ventosa, crisol de mucha gente del Norte y de Chile que se habían ido a afincar a la tierra prometida.Y en todas las casas se tomaba vino común. Las damajuanas se compraban en los mercaditos de cercanía, o las traía un repartidor. En casa se tomaba vino tinto. Otros vecinos tomaban blanco o tinto de forma indistinta. Los de la casa de al lado tomaban rosado. Me gustaba probarlo cuando nos juntábamos a comer un risotto de pollo espectacular que hacía la vecina. El vino era parte de nuestra vida diaria. Era popular. Era de todos. En los ’70 había sólo un canal de TV de aire en Comodoro. Pero recuerdo como si fuese hoy algunas de las viejas publicidades. La de “Rojo Trapal” tenía una canción muy pegadiza. “Sale el sol… el sol sale para todos…”, decía.
Las publicidades de Resero eran realmente emotivas. Verlas hoy sacude el corazón. Fue el vino que hizo famoso a San Juan.
Por mi casa de la niñez pasaron damajuanas de Resero, Toro, Cavic, Tunquelén, Trapal… Eran las marcas de la época que llegaban a la Patagonia. Recién pasado el año 1975 empezaron a aparecer en los barrios las primeras botellas de “vino fino” en presentación de “tres cuartos” que se consumían en los restaurantes. Recuerdo que en un restó famoso del centro de Trelew, ya desaparecido y llamado “Quijote”, mis padres pedían Navarro Correas. Y en las fiestas de Navidad y Año Nuevo aparecían algunos espumantes de entonces. Pero en casa eran fanáticos del Asti Gancia. El “Asti” es un espumante tinto, dulzón. Fue el vino más exportado de Italia en aquellas épocas. Aquí lo producía Gancia. Supe que hace poco una de las bodegas grandes mendocinas elaboró una partida, pero nunca salió a la venta y les quedó para consumo “interno”.
Las primeras botellas que llegaron a la Patagonia con cierta pretensión fueron las de el Echart, el Suter, el Selección López, el Castel de Chandon, la “caramañola” de San Felipe y otros que ahora no recuerdo.
Luego, aparecieron los “tetra”. El pack que te conservaba el vino mejor, fresco en la heladera. Las sangrías en el verano con frutas del patio, limones, azúcar, hielo y vino tinto.
En 1993 me fui a vivir a Río Negro. Tenía 28 años. Recalé en el diario Río Negro, en General Roca. A poco de andar, y cuando en casa el vino de mesa era el Resero blanco -sodeado- con tapa a rosca, descubrí los vinos del Alto Valle y del Valle Medio. En especial un cabernet de la Bodega Canale, el “Íntimo”, un gran vino de entonces, y un merlot de la misma bodega, marca Marcus. Empecé a distinguir varietales, a probar champañas sanrafaelinas, y luego el viento y la profesión me hicieron recalar en Mendoza.
El primer vino realmente bueno que tomé fue un Rutini, en la antigua Marchigiana del centro de Mendoza, junto a dos amigos: Enrique Chrabolowsky y Rubén Chorny. Cuando pasamos la factura de gastos a Clarín nos la tiraron por la cabeza. Estábamos festejando la llegada a Los Andes, en 1998.
Con los años fui descubriendo vinos y varietales. Tuve mi época de Merlot, del Tempranillo de la mano de los de Pepe Zuccardi, o los de altísima gama como el Cabernet Franc “Graffito” que hace nuestra amiga familiar Jimena López Campos. He probado cientos de vinos en estos 21 años de mendocinidad. No he adoptado ninguno para siempre. En la variedad y la riqueza de experiencias, está el secreto. No soy un gran consumidor. Sólo en los fines de semana o en ocasiones especiales. El ritmo de trabajo, la concentración necesaria, el descanso escaso, el ritmo moderno fue corriendo el vino de las mesas argentinas. Por eso la industria debe esforzarse. Y cada tanto, el vino es noticia. Y por eso intervengo en la discusión pública:
Hoy, el consumo es de menos de 20 litros per cápita a diciembre de 2018, de acuerdo a cifras del Observatorio Vitivinícola Argentino. Pero en casa jamás falta una buena botella, especialmente de Malbec. No importan la marca, ni la bodega, ni la cosecha. Nos interesa, nos “mueve”, a mi esposa Gabriela Moreno y a mí, nos provoca que nos guste.
Como me enseñó Angelito Mendoza una vez: El mejor vino es el que le gusta a uno.
Felicidades por la apertura de Enolife, este nuevo espacio sobre la actividad vitivinícola, y ¡salud! por mi amigo Pedro Straniero y por su pareja y socia en este emprendimiento, Lorena Mellone. Para que el vino vuelva a ser de todos.