El gran escritor estadounidense, Premio Nobel de Literatura, autor de las novelas «El viejo y el mar», «Por quién doblan las campanas» y «Adiós a las armas», fue un gran bebedor toda su vida. Conocida fue su afición al whisky y el ron, pero también el vino y el champán estuvieron presentes en su bodeguita, sus bares y su obra. En esta nota enocultural de la periodista Azelina Jaboulet-Vercherre, publicada originalmente en la web de Organización Internacional de la Vid y el Vino (OIV), se analiza cómo influyó nuestra bebida en su carácter y en su estilo literario.
Por Azelina Jaboulet-Vercherre
Investigadora francesa,
Especialista en historia del vino,
Escritora y presidenta del jurado del Premio Literario de la OIV.
Ernest Hemingway es uno de los escritores más importantes de la historia de la literatura de Estados Unidos. Su llamado estilo masculino, musculoso, de un minimalismo formal elocuente, así como su prolijidad, podrían justificar la posición que ocupa en el panteón literario. Más allá de su obra, su excepcional personalidad le ha conferido el estatus de leyenda, hasta el punto de que se descuida el lugar que el vino ocupa en sus escritos.
Entre los criterios discriminatorios de su carácter aparece su relación con el alcohol, que no se puede explicar únicamente como parte del comportamiento común del círculo de jóvenes pertenecientes a la «Generación perdida». Hemingway popularizó esta expresión que puso en boca de Gertrude Stein, quien la habría utilizado para designar a un grupo de escritores, artistas y otros editores llegados a París, en particular para escapar del contexto prohibicionista de Estados Unidos. De esta generación trastornada por la guerra nació un movimiento literario que sacó a la luz las virtudes vivificantes del vino, en general, y de París, la capital del placer, en particular.
Ciertamente, la imagen del escritor trabajando en la mesa de un bistró parisino aparece sobremanera en los relatos de todos los registros relacionados con este clan de juerguistas con talento, algunos de los cuales podrían deber parte de su energía creativa a la embriaguez.
De esta generación trastornada por la guerra nació un movimiento literario que sacó a la luz las virtudes vivificantes del vino, en general, y de París, la capital del placer, en particular.
Si bien el espectro de la melancolía ha hecho correr mucha tinta a lo largo de la historia por sus vínculos con el temperamento artístico, también es cierto que Hemingway es una clara encarnación de la enfermedad que hoy conocemos como «bipolaridad» (1), y que se aproxima a la embriaguez y a la chispa creativa desde los tiempos de Aristóteles (2). Aparte de esta nebulosa combinación, Hemingway también pone en escena al vino con un arte de escribir idiosincrásico, cadencioso como un arrebato de embriaguez.
Semántica de la botella
Hemingway nos ofrece una visión caleidoscópica del alcohol a través de una escritura que no deja nada al azar.
Más allá de ser un simple motivo, Ernest Hemingway lo convierte en un personaje y un enorme arsenal de simbolismo: amistad, masculinidad, vulnerabilidad, huida e, incluso, autodestrucción, pero también agente de placer sensual e invitación al viaje estilístico, léxico y semántico.
Hemingway adapta el fraseo al dinamismo de las escenas y juega con los tiempos, traduciendo las variaciones perceptivas de sus protagonistas, especialmente en función de su estado de embriaguez. El pasado narrativo alterna con el presente de permanencia. La práctica de este tipo de oscilaciones (3), común en la literatura de la época, resulta especialmente eficaz en la obra de Hemingway para generar una sensación de inestabilidad. Cuando se trata de un movimiento, y no un titubeo, esta técnica permite expresar un nuevo estado de conciencia (4). Dicho estado puede tomar una forma de desapego que permite aceptar su condición, entre luces y sombras, o incluso comprender a determinados monumentos de la literatura, en particular Turgenieff (4).
Muy a menudo, sin embargo, para Hemingway se trata de expresar los pensamientos errantes de una generación atrapada en el cerco de ideologías antagónicas de los tormentos interiores del ser humano a los que él pone ante un espejo (6). Así, el viaje literario está cargado de sentido, y esta discontinuidad ficticia que traduce las sinuosidades de la vida se inscribe entre los topoi de la literatura modernista. Hemingway la ha expresado a través de la concisión y la máscara, un modo de expresión que se asemeja a los meandros que aportan las borracheras de sus personajes en todas sus respectivas complejidades. Más que los vinos, son sus brumosos caminos los que, en este viaje semántico, presentan una especie de espejo infiel, como en ocasiones lo son el pensamiento y la memoria.
Una carta de vinos y bebidas espirituosas como código lingüístico
En la novela «Colinas como elefantes blancos«, la fórmula «el hombre bebió su cerveza» significa «dijo él», una actividad repetitiva en la que la idea de levantar el antebrazo (¡y no el codo!) transmite la de asentir con la cabeza.
En el cuento «La breve vida feliz de Francis Macomber», la frase «Oh, todavía sigo bebiéndome su whisky» («I ‘m still drinking their whisky») sirve de referencia a los cazadores para anunciar el mal cariz de un safari. En el caso contrario, el ganador invita a brindar declamando «Esta noche brindaremos con champán por el león» («Tonight we’ll have champagne for the lion»).
Más complejas son las transferencias utilizadas en el campo semántico de la seducción: así, Brett, una importante protagonista femenina de «Fiesta» -la primera novela de Hemingway publicada-, evoca los avances masculinos mencionando que la han invitado a tomar algo –«Bought me a drink» (7)-, una invitación silenciosamente elocuente, que puede manifestar satisfacción o irritación, dependiendo de quién sea el autor de dicho avance.
El vino, acólito de la sociabilidad
En prácticamente todas sus obras, Hemingway presenta al alcohol como a un personaje proteico, del cual el vino es una serie de facetas. Esta omnipresencia resulta especialmente sorprendente en «París era una fiesta», una ficción con aires autobiográficos publicada póstumamente en 1964 (8).
A diferencia del alcohol destilado y de la cerveza, que acompañan a muchos delirios ebrios, el vino aparece en numerosas situaciones festivas, lo cual nos acerca al gran plan de Jefferson de luchar contra el alcoholismo rampante a través de la enofilia (9).
El vino, con su celebración del «estar juntos», porta un simbolismo complejo, como las escenas más simples: una salida para pescar («Fiesta», cap. 12 y 13), secuencias de confraternización («Adiós a las armas», cap. 7), que también se pueden dar en torno a otros licores fuertes, como el ron (10).
El champán, como era de esperar, riega muchas de las celebraciones entre amigos. La mención de su marca forma parte de la fiesta; Mumm en «Fiesta» o Perrier-Jouët en la novela «El jardín del Edén» –«un vino que puede hacer tan feliz» (11)-; actúa como un coadyuvante a la exaltación general de una juventud en un universo en constante movimiento.
Hemingway individualiza el vino hasta el punto de que resultaría tedioso hacer una enumeración exhaustiva. En cambio, una observación minuciosa revela que cada uno de ellos responde a una función circunstanciada. Su reverencia por el Châteauneuf-du-pape o el Saint-émilion lo muestra como un conocedor, capaz de apreciar también un Château-margaux hasta el punto de percibir en él el signo de una vuelta a la civilización tras una borrachera (12). Evoca los mensajes que envían los vinos, incluso cuando son tan fuertes que los bebedores tienen que rebajarlos con agua (13).
Los vinos blancos, por su parte, dan salida a la ligereza y el entusiasmo de una juventud vibrante: los vinos de Chablis, Sancerre, Pouilly-Fuissé, Montagny o Mâcon, acompañan una especie de emulación de mostrador en el Montparnasse de entreguerras.
Algo que en el subconsciente colectivo se relaciona con Hemingway de forma menos inmediata es su capacidad de convertir al vino en un espejo de los sentimientos. Por ejemplo, eligió el vino de Beaune (el color y el clima quedan a la libre interpretación del lector) para ilustrar un momento de apacible intimidad con su mujer, Hadley.
Una secuencia particularmente elocuente en una de sus obras, muestra a los personajes felices con la idea de beber un Beaune antes de leer un rato y, después, irse a la cama y hacer el amor (14).
Esta armoniosa intimidad se inscribe en la faceta más divertida de la sociabilidad que acompaña al vino (15), en contrapunto de la cual aparecen situaciones veladas de bacanales modernas.
Licores inspiradores
Al integrarse en la estética de la grieta (16) por la abundancia enumerativa, el alcohol se convierte en campo léxico y semántico. En ocasiones, esta escapatoria aparece como un espejismo, recordando el motivo pictórico de la vanitas y el procedimiento literario de la elipse. Con la embriaguez crónica, el círculo vicioso se eterniza y el sentimiento de vacío inherente a la especie humana se reduce a la nada existencial.
Más allá de las sombras que invitan a la famosa moderación que se nos pide ejercer en nuestra mesa, el mensaje principal de la prosa de Ernest Hemingway sobre el alcohol se debe a su principio metamórfico. Dentro de esta multitud de espacios, de sentimientos y de sentidos, retengamos la seductora idea de los vinos de la Costa de Borgoña como estimuladores del impulso amoroso, el estereotipo del licor de Baco como protagonista clave de la estimulación artística, la gran diversidad de situaciones en las que el vino participa ante todo de una alegría de vivir colectiva. Así, el alcohol adquiere mil significados en la terminología creativa de Ernest Hemingway, a quien invito a honrar desde el ángulo positivo de la sociabilidad amable y de la creatividad.
Notas
(1) En la extensa bibliografía sobre el tema, véase Kay Redfield Jamison, «Touched with Fire, Manic-Depressive Illness and the Artistic Temperament», Free Press Paperbacks, publicado por Simon & Schuster New York, 1994, cap. 6.
(2) Jackie Pigeaud, «El hombre de genio y la melancolía», Barcelona, Cuadernos del Acantilado, Acantilado, 2014.
(3) Lo que Crowley denomina la «narrativa de la embriaguez» (drunk narrative). W. Crowley, The White Logic, Alcoholism and Gender in American Modernist Fiction, 1994, Prefacio, página 10.
(4) «Fiesta», publicado en 1926, cap. 14.
(5) «Fiesta», cap. 14.
(6) «Adiós a las armas», cap. 12.
(7) «Fiesta», libro 2, cap. 8.
(8) Novela póstuma publicada con el título original de«A Moveable Feast», 1964.
(9) Véase la Note œnoculturelle número 1
(10) «Adiós a las armas», cap. 7; 9.
(11) Ibíd., «Such a nice wine, with which one can be so happy»,«El jardín del Edén», New York, Charles Scribner’s Sons, 1986, cap. 19, pág. 162.
(12) «Fiesta», cap. 19.
(13) Por aquí y por allá aparecen menciones a vinos españoles e italianos, como el Rioja Alta, el Valdepeñas, el Marsala, el Piombo o el Chianti; así como a algunos vinos suizos, como el D’Aigle o el De Sión; y argelinos.
(14) «París era una fiesta», «Miss Stein da enseñanzas».
(15) «París era una fiesta», «Con Pascin en el Dôme«.
(16) Topos modernistas, la estética de la grieta adoptada por toda esta generación fue desarrollada en particular por Fitzgerald en «La Grieta», publicado en 1936.