Hace 26 años, el ingeniero biomédico estadounidense Greg Lambrecht convirtió una necesidad doméstica en una herramienta que facilitó la manera de beber vino: inventó un dispositivo que perfora el corcho con una aguja finísima, inyecta gas argón en la botella y permite extraer vino sin que entre oxígeno. Y lo lanzó al mercado con el nombre de «Coravin». Según cuenta en esta nota que reproducimios de La Vanguardia de España, todo comenzó una noche cuando quería tomar sólo una copa de vino, sin dejar la botella abierta con el riesgo de que el vino se echara a perder. Tenía a mano una aguja que había diseñado él mismo para la administración de quimioterapia, y se preguntó ¿por qué no aplicar la precisión de la medicina al vino? Así, dio vida a un sistema que permite servir por copas sin abrir la botella.
Greg Lambrecht, ingeniero biomédico e inventor de un utensilio que modificó la forma de tomar el vino, no abre las botellas, las pincha. Extrae el vino sin sacar el corcho, sin que entre aire, sin estropear nada. Lo hace desde que se cansó de tener que elegir entre abrir una botella entera o no beber en absoluto. Nunca imaginó que de este hartazgo resultaría un nuevo utensilio que ha cambiado la forma en que miles de personas -somelliers, coleccionistas, aficionados- se relacionan con el vino.
La idea se gestó en la cocina de su casa, en California, EEUU, una noche de 1999. Lambrecht tenía una aguja en una mano -una de las que usaba en los sistemas de administración de quimioterapia que él mismo diseñaba para Johnson & Johnson- y una botella de Rioja Crianza en la otra. Estaba solo. Su esposa, embarazada, no bebía. “Yo solo quería una copa”, cuenta, añadiendo que, al mismo tiempo, lo que no quería era abrir toda la botella para que no se acabara arruinando el vino. Entonces se preguntó: «¿por qué no aplicar la precisión de la medicina al vino?«.
Así nació el Coravin, un dispositivo que perfora el corcho con una aguja finísima, inyecta gas argón y permite extraer vino sin que entre oxígeno. Algunos pueden pensar que es magia, aunque para Lambrecht es física pura.
El primer prototipo de su invento no salió de su casa durante años. “Mi mujer bebía Barolo. Yo prefería blancos, champán, cosas distintas. Cada uno tomaba lo que le apetecía. Sin tener que discutir por abrir una u otra botella”, cuenta. Su hijo, entonces un niño, bautizó al al invento como “el mosquito del vino” y, durante casi cuatro años, el revolucionario utensilio no fue más que eso: un objeto para resolver una discrepancia de convivencia entre su mujer y él, que tenía gustos muy distintos.


Un día se atrevió a enseñárselo a amigo, y este le dijo: “Hazme uno, por favor”. Luego llegaron los vecinos, los amigos de amigos, los intercambios por botellas a cambio de un Coravin. “Yo seguía con mis empresas médicas, esto era un proyecto de noches y fines de semana para hacer feliz a la gente”, recuerda. Hasta que decidió probarlo en serio: compró miles de botellas, hizo pruebas con diferentes vinos, regiones, gases, presiones. Se obsesionó. “Era el único modo de comprobar si el vino seguía evolucionando como si nada”, explica.
Cuando por fin las abrió, una a una, se encontró con algo asombroso: el vino seguía ahí, tan vivo como integro, sin huellas del experimento. “Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida”, dice, asegurando que le ayudó a confirmar que no estaba loco. “O, al menos, no del todo”.
Cuando por fin se atrevió a enseñar su Coravin al famoso crítico de vinos estadounidense Robert Parker, llevó una botella que había pinchado 7 años antes. Antes de probar el vino, Parker le dijo que no creía en los artilugios. Tras catarlo, en cambio, exclamó: “Esto sabe igual que ayer”. Y cuando supo que la botella llevaba abierta años, soltó: “Es lo mejor que se ha inventado en el mundo del vino desde la copa de cristal”.
El invento se lanzó al mercado estadounidense en 2011. Lambrecht pensó que vendería unas 1.000 unidades. Pero a los pocos días, el reconocido chef y filántropo español, José Andrés, publicó un video improvisado usando Coravin y todo se disparó. “Le había pedido que no grabara nada”, ríe. “Pero claro, es José Andrés. Grabó igual. Y fue lo mejor que pudo pasar”.
Desde entonces, Coravin ha cambiado muchas cosas: ha facilitado que muchos restaurantes ofrezcan grandes vinos por copas, ha abierto el juego a la experimentación y ha desmontado la idea de que el vino debe beberse sólo por botellas. “La tradición pesa, pero también se puede mover”, dice.
Lambrecht no habla desde el mercado, sino desde el placer. “Yo quiero poder tomar una copa de champán un martes. O un blanco antes de un tinto. Y no tener que abrir tres botellas a la vez”.
Hoy reparte su tiempo entre la medicina y el vino. Sigue inventando, incluso cuando viaja por los 5 continentes. Su última obsesión fue el mundo de los espumosos: lograr un Coravin para que el champán no pierda burbuja. Le llevó 8 años. “Pero ahora tengo 6 botellas abiertas en casa al mismo tiempo. Y puedo beberlas cuando me da la gana”.
Lambrecht no cree en vinos favoritos, pero tiene debilidades. Chamán –Krug, si puede elegir- y los tintos del norte del Ródano, como el Hermitage de Chave 1985, que considera “perfecto cualquier día de la semana”. También defiende los blancos austríacos, los sauvignon de Sancerre, los chardonnays de Oregón, y cualquier vino que lo obligue a parar y prestar atención.
“Pincho 140.000 vinos distintos cada año. Nunca me va a dar tiempo a probarlos todos. Pero me gusta intentarlo”, dice.














