Desde 2015, cada 4 de setiembre, Chile celebra su Día Nacional del Vino a partir de un decreto de su entonces presidenta Michelle Bachelet. La fecha se instituyó porque ese mismo día de 1545, el conquistador español Pedro de Valdivia escribió una carta al Rey Carlos V solicitando «vides y vinos para evangelizar Chile», puesto que el stock traído por su expedición se había agotado. Esa carta es el primer registro escrito en el país trasandino con la palabra «vino», según lo demostró una investigación del historiador de la Universidad de Chile, Gonzalo Rojas Aguilera.
Para conocer más sobre la historia del vino chileno, y acompañar a nuestro país hermano en estos festejos, a continuación resumimos algunos capítulos del libro «La vid y el vino en el Cono Sur de América – Argentina y Chile (1545-2019)» del docente e investigador mendocino Pablo Lacoste.
Impulsado por 17 instituciones ligadas al rubro vitivinícola, la ex presidenta chilena Michelle Bachelet decretó en 2015 la instauración del «Día Nacional del Vino» en este país, firma que se llevó a cabo en la Villa Cousiño ubicada en la comuna de Macul. El objetivo fue y es reconocer y poner en valor la historia y la importancia del vino chileno.
Una investigación histórica, llevada a cabo por el historiador de la Universidad de Chile, Gonzalo Rojas Aguilera, determinó que la primera mención escrita de la palabra «vino» en territorio chileno es la de una carta escrita por Pedro de Valdivia al rey Carlos V, y fechada el 4 de setiembre de 1545, en que solicita «vides y vinos para evangelizar Chile», puesto que el stock traído por su expedición se había agotado; producto de la petición, llegaron posteriormente cargamentos de vino desde Perú.
La historia de la vid en Chile
En 2019, el historiador y docente mendocino de la Universidad de Chile, Pablo Lacoste, presentó su libro «La vid y el vino en el Cono Sur de América – Argentina y Chile (1545-2019)». Del mismo hemos extraído párrafos y realizado un resumen, en el cual se ilustra cómo nace la vitivinicultura chilena.
La vid ingresó y se propagó en América detrás de las espadas de los soldados españoles y las cruces de sus frailes. A medida que Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Pedro de Valdivia penetraron en los nuevos territorios para incorporarlos a la Corona española, llevaron con ellos su cultura, sus costumbres y sus prácticas alimentarias, incluyendo el vino, esa bebida arraigada en los pueblos ibéricos desde la antigüedad.
El vino formaba parte de la dieta mediterránea, junto con el trigo y el olivo. Los españoles trataron de asegurarse el acceso a estos alimentos, como modo de mantener un estilo de vida parecido al que tenían en la Península Ibérica. Las tropas exigían el acceso al vino como parte de sus reivindicaciones. Por su parte, los frailes también reclamaban acceso a esta bebida, para celebrar la misa y para su consumo personal. Los capitanes y gobernantes asumieron la responsabilidad de garantizar la provisión de vino para sus hombres como parte importante de su tarea de gobierno.
El impulso de los españoles llevó a introducir la viña en los distintos territorios conquistados. Pero los resultados fueron diferentes por razones de climas y suelos. En el Caribe, los intentos por cultivar la vid fracasaron, lo mismo que en el norte de América del Sur. Pero las viñas lograron prosperar con velocidad en México, Perú y Chile. En relativamente poco tiempo, América emergió como un pujante continente para la vid y el vino.
El cultivo de la vid y la elaboración del vino comenzaron en Perú en la década de 1540. Pronto se empezó a destacar Arequipa como polo productivo regional, capaz de exportar hacia reinos vecinos, particularmente a Chile.
Junto con la conquista militar y política, comenzó la introducción de plantas y animales europeos, entre las cuales se incluía la vid. En su viaje descubridor de América, Cristóbal Colón llevó una provisión de vino sufi ciente para abastecer la tripulación de la Santa María durante un año. Poco después, en su segundo viaje, trasladó las primeras cepas de vitis vinífera. En Cuba y Santo Domingo se plantaron las primeras viñas del Caribe.
Desde allí, Hernán Cortés ordenó enviar algunas plantas a México. Para reforzar el abastecimiento, el 12 de octubre de 1522, en carta al emperador Carlos V, Cortés solicitó se le enviasen plantas directamente desde la península. El doble flujo, desde Cuba y desde España, permitió la precoz propagación de la vid en México. Posteriormente, el 20 de marzo de 1524, Hernán Cortes ordenó que todos los encomenderos españoles debían plantar 1.000 cepas de vid, cada año, por cada 100 indios a su servicio.
Paralelamente, en América del Sur, la cultura de la vid y el vino también se propagó con rapidez. Así se desprende de otra carta de Pedro de Valdivia, fechada el 15 de octubre de 1550 y dirigida a sus apoderados en la Corte: «Monroy trajo de Arequipa un navío con $4.000, y con media docena de botijas de vino para decir misa. Cuando partió, quedaba en la ciudad un azumbre (2,2 litros). Por ello, el vino nos faltó cinco meses antes de su regreso. Tardó desde el día que partió hasta que volvió ante mí, dos años justos».
Las primeras vides, semillas y molinos
El primer viticultor de Chile fue don Rodrigo de Araya (1497-1561). Español peninsular, llegó a Chile con los primeros conquistadores. En 1541 fue cofundador de la ciudad de Santiago junto a Pedro de Valdivia. Sirvió como alcalde y regidor del Cabildo en las décadas de 1540 y 1550. Promovió varias innovaciones relevantes: además de cultivar las primeras viñas, introdujo el trigo en Chile y estableció el primer molino harinero hidráulico en Santiago (1548). La actitud de don Rodrigo fue emulada por sus vecinos y rápidamente se propagaron los cultivos de trigo y las viñas.
En la década de 1550, las cepas de vid se consolidaron en Chile. Allí encontraron un nicho ecológico particularmente favorable y se propagaron rápidamente por todo el reino, desde Copiapó y La Serena en el norte, hasta Chillán y Concepción por el sur y hasta San Juan y Mendoza por el este.
El capitán general Rodrigo de Utre (1505-1546) llegó a las hasta entonces ignotas tierras del Orinoco en 1530. Durante 16 años recorrió el territorio y sufrió todo tipo de tribulaciones: naufragios, incendios, golpes, heridas, prisiones y maltrato. En un combate cuerpo a cuerpo, un indio “le dio un tremendo lanzazo; el arma traspasó el sayo de algodón y fue a clavársele a Felipe por debajo del brazo derecho”. Posteriormente, “le cortaron la cabeza por el cogote”, con lo cual terminó su turbulenta vida (Pardo, 1955: 118-131).
Antes de morir, don Rodrigo escribió una carta a su familia en Europa, en la cual, expresaba sus emociones personales. Paradójicamente, el centro de su preocupación no eran los dolores físicos, sino la falta de vino:
Tened la bondad de beber vino a mi salud, pues hace casi cuatro años que no pruebo vino”.
Rodrigo de Utre, conquistador español que terminó degollado por los indios del Orinoco, en una carta a familia antes de morir.
La valoración del vino era compartida por el conjunto de los colonizadores españoles. Esta bebida era uno de los bienes más apreciados por los pobladores. Por este motivo, las autoridades utilizaban el vino como premio para conductas consideradas de interés público. Un buen ejemplo ocurrió en Concepción, cuando el vino se utilizó para hacer frente a una plaga de perros cimarrones. «Había en Concepción gran cantidad de perros que tenían los cristianos e indios a su servicio. Cuando se tocaba al arma, que era casi de ordinario, aullaban y ladraban en tanta manera que no se podía entender. Para evitar esto, mandó Pedro de Villagra que cualquier soldado o indio que trajese perro muerto le diesen cierta ración de vino o de comida. Con esta orden los mataron a todos.» (Góngora, 1575. 342).
La viticultura chilena también experimentó un proceso de expansión durante el período colonial. Ya en el siglo XVI, se hizo habitual plantar viñas junto a las casas. Prácticamente todos los vecinos tenían parras en sus propiedades; esta fue la tendencia tanto en el Norte (Corregimiento de Coquimbo) como en el centro (Santiago), y en todo el Valle Central (desde Rancagua hasta Concepción). Las viñas eran parte del paisaje urbano y rural de Chile.
Al comenzar el siglo XVII, la viticultura chilena comenzaba a mostrar datos relevantes. El obispado de Santiago elaboraba 200.000 arrobas de mosto y el de Concepción otras 20.000 arrobas. Ello representaba el cultivo de 2.200.000 plantas.
En el siglo XVIII, la producción experimentó un crecimiento considerable. En el norte, el Corregimiento de Coquimbo registró, en el padrón de 1738, 15.000 arrobas de mosto. Poco después, en 1744, según el informe del juez real José Fernández de Campino, el Corregimiento de Coquimbo, con una población de 17.000 habitantes, cultivaba 160.000 plantas. Luego, en 1790, la producción llegaba a 50.000 arrobas de vino y 3.000 de aguardiente, con 500.000 plantas de vid (Pinto, 1980).
Las características de suelos y climas de Chile facilitaron el cultivo de la viña. El crecimiento dependía exclusivamente de los mercados. Los territorios que no tenían mercados externos donde vender sus mosto, debían limitarse a producir exclusivamente lo que la población local podía absorber. Fue la situación, en 1744, del Corregimiento de Colchagua. Según el mencionado informe de José Fernández de Campino, los colchagüinos “tienen sus cuarteles de viñas y las haciendas de más nombre, que rinden el suficiente vino para el consumo y abasto de su corregimiento, aunque no sobra para otras partes” (Muñoz, 2013. 34).
Colchagua no tenía a quien venderle vino: al norte y al sur, en Santiago y en Concepción, se elaboraba todavía mayor cantidad. Al este se encontraba Mendoza, el gran polo productor de Argentina. Por lo tanto, los viticultores colchagüinos carecían de mercados para ensanchar su producción.
La situación fue diferente para el Corregimiento de Coquimbo. La producción local tenía la posibilidad de exportar hacia el Alto Perú, principalmente a Potosí, vía Arica. Allí debía competir con los productores de Perú, sobre todo del Corregimiento de Arequipa. Pero la demanda era tan grande, que siempre quedaba algo de margen para nuevos proveedores. La producción de Coquimbo se orientó hacia Potosí a través de un sistema multimodal de transporte, una parte por vía marítima (Coquimbo-Arica) y otra por tierra (Arica-Potosí).
Guerra de aguardientes
A fines del siglo XVIII se organizó una empresa para abrir una nueva ruta, por el puerto de Cobija. También se ensayó el camino trasandino, a través de la cordillera de los Andes, usando los pasos de San Francisco o del valle de Elqui, para tocar Jáchal, La Rioja, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy. A través de estos distintos caminos, los productores del Corregimiento de Coquimbo lograron capturar parte del mercado de Potosí. La cantidad de vinos y aguardientes chilenos exportada a Potosí alcanzó suficiente magnitud para alertar a los productores peruanos.
En 1756 el Cabildo de Moquegua solicitó al virrey que prohibiera la introducción de aguardientes chilenos en la sierra por el daño que provocaría a los viticultores de Moquegua, Locumba y otros valles peruanos (Olivas Weston, 1990: 63). En años posteriores, esta actitud se reiteró.
Los hacendados vinícolas de Moquegua pidieron con gran insistencia al Consejo de Indias que de ningún modo se permitieran las plantaciones de viñas en La Paz (Alto Perú) y que se cortara a todo trance la introducción de los aguardientes de Chile”.
De una obra del investigador Assadourian, narrando la situación en 1790.
El crecimiento fue relativamente parejo en todo el reino de Chile. En 1779, el corregidor de Colchagua, Antonio de Ugarte, estimó que, con una población de 41.000 habitantes este corregimiento producía al año 18.000 a 20.000 arrobas de cosecha, lo cual implicaba unas 200.000 plantas (Muñoz, 2013). Para fines del siglo XVIII, la viticultura chilena llegaba a 10.000.000 de cepas.
Al terminar el siglo XVIII, 39.000.000 de vides
En líneas generales, al culminar el siglo XVIII, el panorama vitivinícola de América del Sur presentaba un perfil bastante definido. Esta región cultivaba 39.000.000 de plantas de vid, para elaborar vinos y aguardientes. El principal polo se encontraba en Perú, con 25.000.000 de cepas (64%). Ello incluía los 10.000.000 de cepas de la zona central (Ica) y los 15.000.000 de la zona sur (Arequipa). En segundo lugar estaba la viticultura de Chile, con 10.000.000 de plantas (25%). El tercer término quedaba para la actual Argentina, con 4.000.000 de parras (11%), que incluía 2.000.000 en Mendoza, 1.800.000 de San Juan y 200.000 del Noroeste, aproximadamente.
La variedad Listán Prieto fue la uva por excelencia de América desde comienzos del siglo XVI hasta mediados del XIX. Los españoles la introdujeron en aquellas regiones donde era posible su cultivo. A pesar de las restricciones a la producción de vino en el Virreinato de Nueva España, esta variedad se pudo cultivar en algunos lugares acotados, como en Santa María de Parras y en las misiones de California. También llegó muy temprano al Perú; desde allí, la Listán Prieto se propagó hacia Chile y desde este reino, pasó la cordillera de los Andes y llegó a la actual Argentina.
Esta variedad recibió distintos nombres a lo largo del tiempo. En la época colonial, este cultivar se denominaba “Negra Corriente”; pero después de la llegada de las variedades francesas, a mediados del siglo XIX, algunos países le cambiaron el nombre y pasaron a usar otras denominaciones. Actualmente, sólo Perú mantiene el nombre original “Negra Corriente”. En Chile, en el siglo XIX se comenzó a llamar “Uva País”. Y en Argentina recibe el nombre de “Criolla Chica”. Durante tres siglos, fue la variedad hegemónica en América.
El vino, protagonista de la campaña libertadora
Años críticos de la guerra de la Independencia se verificaron en la década de 1810. Tras la formación de los gobiernos patrios, la metrópoli organizó el plan para recuperar sus colonias americanas. Para ello, desplegó sus recursos diplomáticos, económicos y militares, incluyendo la organización de expediciones armadas a América del Sur.
En este contexto, el gobierno de Buenos Aires nombró al general José de San Martín como gobernador de Cuyo y le encargó organizar el Ejército de los Andes. Su objetivo era retomar el proyecto original de los patriotas, en el sentido de realizar la campaña libertadora hacia el Perú.
El desafío principal de San Martín, para lograr el éxito de su expedición, era convencer al gobernador realista de Chile de que el cuerpo principal del ejército de los Andes marcharía por la columna austral. Esta tesis era verosímil por la menor altitud de este paso (2.300 metros s/n/m), con relación al camino por Las Cuevas (4.000 metros s/n/m). Esta diferencia la hizo saber San Martín a su enemigo a través de diversos mensajes llevados por espías y falsos informantes. De todos modos, se requería un esfuerzo mayor, para convencerlo definitivamente de este plan.
Lo que San Martín necesitaba era un caballo de Troya, un presente griego, capaz de seducir a sus enemigos y facilitar su estrategia. ¿Qué regalo irresistible se podía ofrecer a los realistas, directa o indirectamente, para llevarlos a descuidar las puertas de la ciudad? La respuesta fue el vino y el aguardiente. Y en vez de dejarlo en la arena, se ofreció como ofrenda seductora en el Parlamento de San Carlos.
El Parlamento era la institución que habían creado los españoles para negociar con los pueblos indígenas y asegurar las condiciones de paz en la frontera. Operaban como tratados internacionales, y servían para establecer alianzas y acuerdos territoriales y comerciales.
En la lista de provisiones aportadas al parlamento, se incluyeron “120 odres de cuero de aguardiente y 300 odres de vino, un gran número de bridas, espuelas con labrado; bordados antiguos o vestidos galonados; sombreros y pañuelos; cuentas de cristal, frutas secas, etc. para regalar, preliminar indispensable para cualquier negociación con los indio” (Miller, 1829: 118-119). El objetivo de San Martín, dentro de su guerra de zapa, se alcanzó plenamente. Los obsequios entregados a los pehuenches cumplieron su misión, en el sentido de seducir, atraer y confundir a su adversario.
Bernardo O’Higgins y el patrimonio vitivinícola de Chile
Así como el general José de San Martín se apoyó en la vid y el vino para organizar el Ejército de los Andes e impulsar la guerra de la independencia del Cono Sur, su principal aliado chileno, Bernardo O’Higgins también se destacó por sus estrechos vínculos con el vino. En efecto, O’Higgins fue viticultor durante buena parte de su vida, primero en Chile y después en Perú. Además, desde los altos cargos públicos que desempeñó en el Estado de Chile, aprovechó las oportunidades para colocar sus vinos patrimoniales en el sitial de honor.
La tarea de Bernardo O’Higgins como viticultor comenzó en la hacienda Las Canteras, situada cerca de Los Ángeles. Recibió esta propiedad como herencia de su padre, el virrey don Ambrosio O’Higgins, con 3.000 cabezas de ganado. Después de sus viajes por Perú y Europa, Bernardo O’Higgins regresó a Chile en 1804 y se dedicó a la administración de esta hacienda.
Aquí me estoy regalando con el mosto, que está muy particular. Solamente habiéndolo visto, pudiera haber creído fuese de Cantera…. Son tan buenos estos mostos, que no puedo creer sean de Las Canteras”.
De una carta del libertador chileno y también viticultor Bernardo O’Higgins a Isabel Riquelme en 1812.
Después de dejar el poder en Chile, O’Higgins se fue a vivir al Perú, donde permaneció casi 20 años. Para sostener su vida en Perú, O’Higgins tenía dos haciendas: Montalván y Cuiba. Ambas le fueron donadas el 30 de marzo de 1822 por el gobierno del Perú, conducido entonces por su amigo José de San Martín, en compensación por los servicios prestados a la causa de la independencia (Gaceta del Gobierno, Lima, 3 de abril de 1822).
Despegue de la industria vitivinícola (1870-1930)
El período de mayor expansión de la vid y el vino del Cono Sur se produjo entre 1870 y 1930. Hasta entonces, la viticultura regional era una actividad secundaria y complementaria dentro de ambas economías regionales. Pero en esos 60 años, las viñas de Chile y Argentina crecieron de un modo fulminante y sentaron las bases del actual protagonismo de los vinos de ambos países en el nuevo mundo vitivinícola.
Sobrevino entonces el período de gran expansión, alentado por tres factores principales: el aumento de la población, asociado a la prosperidad económica y la inmigración masiva; la revolución de los transportes, con la fuerte expansión de ferrocarriles y barcos a vapor, y la devastadora acción de la plaga de filoxera en los viñedos de Europa. Estos tres elementos generaron las condiciones para el auge vitivinícola en el Cono Sur.
La oportunidad fue aprovechada por la burguesía nacional de Chile, que orientó sus capitales a la vitivinicultura, y por los miles de inmigrantes europeos en Argentina, que se lanzaron a cultivar viñas y elaborar vinos en Cuyo. Todo este proceso se produjo en el marco cultural de la hegemonía del paradigma francés, lo cual condicionó el desarrollo de la industria de la vid y el vino en Chile y Argentina en su etapa de mayor crecimiento.
Los cambios de la vitivinicultura del Cono Sur se produjeron en el marco del fuerte crecimiento de la población regional. La prosperidad general de la economía chilena favoreció el crecimiento de la población. Esta subió de 1,5 millón de habitantes en 1850, a 2,5 en 1885, 3 en 1900 y 4,2 en 1930. Prácticamente, Chile triplicó su población total en ochenta años. En estas condiciones se produjo una fuerte expansión del mercado interno y de la demanda de vinos en el país, lo cual sirvió para estimular el crecimiento de la industria vitivinícola.
El crecimiento de población fue acompañado por la expansión de los sistemas modernos de transporte. Trenes y barcos a vapor en Chile y ferrocarriles en Argentina, configuraron un sistema completamente nuevo para el transporte de cargas, servicio que resultaría decisivo para conectar los polos vitivinícolas con los centros de consumo.
El consumo de 1910-1919 en Argentina y Chile
En el decenio 1910-1919, el consumo de vino per cápita fue de 60,2 litros en Argentina y 59,9 en Chile. Luego, en el decenio 1920-1929, Argentina experimentó una leve baja, con 57,7 litros, mientras que Chile subió a 82,0 litros. La sumatoria de este alto consumo per cápita y el fuerte incremento de población hicieron del Cono Sur de América uno de los mayores mercados de vinos del mundo.
En las zonas urbanas de Chile, el vino se distribuía masivamente a través de botillerías, tabernas, bares y almacenes. También se servía en restaurantes elegantes del centro y en las cocinerías populares de la periferia. El vino era el alma de la fi esta en las chinganas y ramadas de los sectores populares. Por su parte, en los sectores rurales también era altamente demandado. Los campesinos iban a comprarlo en chuicos, recipientes de vidrio de cinco o más litros, cuidadosamente protegidos con fibras trenzadas de mimbre de Chimbarongo.
El vino era una bebida transversal a todas las clases sociales: lo apreciaban y consumían tanto las élites como las capas medias y los sectores populares. No había tampoco diferencias territoriales. El vino se bebía tanto en los centros urbanos como en las zonas rurales. Las representaciones gráficas de la época reflejaban la gran capacidad del vino para cohesionar a su alrededor a los distintos estamentos de la sociedad. En los actos públicos y fi estas cívicas era natural observar personajes de distintas extracciones sociales y territoriales reunidos en torno al vino. El vino se convirtió en la bebida principal tanto en Argentina como en Chile.
Filoxera en Europa y su impacto en el Cono Sur
Junto con el crecimiento de población y de los ferrocarriles, hubo otro factor relevante para impulsar la expansión vitivinícola regional: la plaga de filoxera que destruyó la mayor parte de los viñedos europeos a fines del siglo XIX. Cientos de miles de viticultores quedaron imposibilitados de practicar el oficio que habían recibido como legado de sus mayores. Se produjo una brusca caída de la capacidad productiva del Viejo Continente, lo cual tuvo consecuencias en todo el mundo, particularmente en el Cono Sur.
En 1874, el gobierno de Argentina prohibió el ingreso de cepas europeas de vid. Ese mismo año, el presidente de Chile cerró la importación de cepas francesas; y tres años más tarde, esta medida se extendió a toda planta de vid extranjera. Luego se tomaron otras medidas sanitarias, con dispares resultados. La filoxera ingresó a Argentina, pero su impacto fue acotado pero nunca ingresó a Chile.
La plaga de filoxera de 1860-1900 en Europa fue el mayor desastre de la historia mundial de la vitivinicultura. Alrededor de 4.000.000 de hectáreas de viñedos, incluyendo los más reputados del mundo, se vieron dañados o directamente eliminados.
Chile logró eludir la expansión del pulgón y su industria adquirió un timbre de orgullo que ha mantenido hasta la actualidad (Briones, 2004 y 2010). A ello se suma otro elemento: la ausencia de filoxera permitió a Chile conservar la totalidad de sus viñedos con pie franco, lo cual es otro pilar de su identidad vitivinícola. El Estado encomendó diversas misiones de estudio, que permitieron conocer el estado de las viñas nacionales y manejar las técnicas utilizadas en el viejo mundo para frenar la plaga. Entre los técnicos contratados se destacó Gastón Lavergne, quien trabajó en el Ministerio de Agricultura de Francia y luego tradujo y adaptó al contexto chileno las obras de Gustave Föex, ¿Cómo debemos reconstituir nuestros viñedos? (1900) y ¿Cómo debemos hacer nuestro vino? (1902).
En estas condiciones, la burguesía chilena realizó un giro histórico, y comenzó a volcar capitales en forma masiva para invertirlos en el mundo de la vid y el vino. Domingo Fernández Concha, banquero y rentista, invirtió en la viña Santa Rita. Melchor Concha y Toro (1833-1892), con capitales en la minería de Chile y Bolivia, levantó su formidable establecimiento en Pirque. Manuel Antonio Tocornal, enriquecido con las rentas mineras de Dolores y Chañarcillo, invirtió en bodegas y viñedos en las haciendas El Mariscal y Lircay, cerca de Santiago. Luis Cousiño heredó de su padre las minas de carbón de Lota y Coronel e incrementó su fortuna con la minería de plata (Chañarcillo); parte de sus capitales los invirtió en la viña Cousiño Macul. Maximiliano Errázuriz fue propietario de la Compañía Sudamericana de Vapores y de la Compañía de Gas de Santiago; también realizó explotaciones mineras en Coquimbo y actividades comerciales en Valparaíso; con estos capitales impulsó sus glamorosos viñedos.
La decisión de la burguesía nacional chilena de involucrarse en la industria de la vid y el vino no fue un hecho coyuntural. Al contrario, fue una actitud de largo plazo, sostenida en el tiempo, por varias generaciones. Las familias chilenas que se involucraron en la vitivinicultura transmitieron la pasión por el vino de generación en generación. Hubo una persistencia notable en el mundo del vino de estos actores sociales, lo cual consolidó la estabilidad de la industria, pues la aseguraron, a la vez, su influencia social, cultural y política.
Un símbolo de esta tradición fue la familia Tocornal. Tanto el fundador de la viña, Manuel Antonio (1817- 1867), como su hijo, Ismael (1850-1929), fueron destacados miembros de la clase dirigente chilena: el primero fue rector de la Universidad de Chile y el segundo, vicepresidente de la República. Un caricaturista de la época logró representar esta persistencia en un afiche que reunía ambas generaciones a la vez.
La expansión de la vid y el vino en Argentina y Chile
La expansión de la vitivinicultura en Argentina y Chile se concretó en el último cuarto del siglo XIX y el primero del XX, en el marco de la coincidencia de las extraordinarias circunstancias favorables, junto con las positivas condiciones naturales de climas y suelos. La sumatoria del aumento del mercado interno, la expansión de los medios modernos de transporte y la plaga de filoxera en Europa, configuraron un escenario notable para el auge vitivinícola regional. Los viticultores y empresarios locales se ocuparon de aprovechar la oportunidad.
La vitivinicultura tenía una tradición importante en Chile. En los siglos XVII y XVIII, Chile fue el segundo mayor polo vitivinícola de América después del Perú, para convertirse en el primero a mediados del siglo XIX, cuando Perú se reorientó hacia otros cultivos como algodón y caña de azúcar. El catastro de 1833 detectó que Chile cultivaba veinte millones de cepas. Considerando una densidad de dos mil plantas por hectárea, las viñas chilenas cubrían entonces una superficie de diez mil hectáreas. El principal polo vitícola estaba en Concepción (9,8 millones). En segundo lugar, estaban el valle del Aconcagua (3,3) y Cauquenes (2,9). Seguían en importancia Santiago (1,3) y la norteña provincia de Coquimbo (un millón de plantas).
Por su parte, los huasos de Colchagua cultivaban 776.000 cepas y los de Talca otras 461.000. De acuerdo a los estándares de la época, la productividad de las viñas era el 10% de las plantas en arrobas de 36 litros. Por lo tanto, los 20.000.000 de plantas producían 2.000.000 de arrobas (72 millones de litros). Ello representaba una formidable base para el futuro take off de la moderna industria vitivinícola en Chile.
La temprana estabilidad política lograda por la clase dirigente chilena, con la Constitución de 1833 y el liderazgo político de Diego Portales, contribuyó a asegurar las condiciones de confianza para las inversiones de largo plazo que requiere esta industria. Chile aprovechó muy bien la temprana organización institucional del país y la estabilidad política garantizada por sus presidencias decenales de Prieto (1831-1841), Bulnes (1841-1851) y Montt (1851-1861). Fue entonces cuando la burguesía nacional decidió volcar sus capitales en la industria de la vid y el vino. En poco más de medio siglo, la superficie cultivada se multiplicó por cinco. Las 10.000 hectáreas de 1833 treparon a 55.000 en 1908, 68.200 en 1923 y 100.900 en 1936. La elaboración del vino acompañó el crecimiento de los viñedos. Los 720 mil hectolitros de 1833 subieron a 1.127 en 1883 y 3.320 en 1923.
A mediados del siglo XIX, Chile contaba con una base sólida, con alrededor de veinte mil hectáreas de viñas. Desde allí, la industria vitivinícola fue creciendo de un modo gradual, lo cual le permitió asentarse en bases sólidas, con tiempos para madurar y criar sus vinos. En Chile, las viñas tradicionales de herencia española, mantuvieron su importancia durante largo tiempo. La variedad Listán Prieto representaba un porcentaje signifi cativo de la vitivinicultura chilena, junto con la moscatel de Alejandría y otras variedades criollas. En la segunda mitad del siglo XIX, los grandes capitales de la burguesía se volcaron a plantar viñas de variedades francesas, sobre todo Cabernet y Pinot. Esta diferencia se proyectaba también a los modos de cultivo y el régimen hídrico.
Las grandes empresas de la burguesía se inclinaban por plantar viñas de tipo industrial, con largas espalderas, usando alambrados como sistema de conducción y con riego. Mientras tanto, los campesinos mantenían sus sistemas tradicionales con régimen hídrico de rulo (sin riego) y de cultivo de las plantas sin alambrados, con el sistema de cabeza o arbolito. Por lo tanto, en Chile, la producción vitivinícola estaba diversificada tanto en variedades de uva (criollas y francesas) como en régimen hídrico (rulo y riego) y sistemas de conducción (cabeza y alambrado). Las viñas regadas de la burguesía eran más productivas que las viñas de rulo de los campesinos.
El término medio de la producción de una hectárea de viña de regadío, alambrada, es de 50 hectólitros, mientras que la hectárea de viña de rulo, generalmente sin alambre, no produce más que 30 hectólitros como término medio”.
De un estudio de la viticultura chilena, realizado en 1909 por Aarón Pavlovsky.
El paradigma industrialista, presionado por los mercados, los bancos y los flujos financieros, se apartaba de aquellas tradiciones, y abordaba una nueva mentalidad, orientada a incrementar la productividad y bajar los costos. Ello implicaba producir mayor cantidad de uva y vino, en el menor tiempo posible. La articulación del paradigma francés con el modelo industrialista norteamericano tuvo un efecto duradero en la vitivinicultura del Cono Sur, sobre todo en Argentina y Chile.
Viñedos, la fortaleza chilena
En Argentina, Las bodegas competían por ostentar cuál tenía la mayor vasija. Varias alardeaban con ser la mayor de América o del mundo. Las bodegas competían para ver cuál elaboraba mayor cantidad de vino. Lo importante era tener grandes contenedores para elaborar y conservar el vino; y vender grandes cantidades.
En Chile, en cambio, las grandes empresas pusieron mayor énfasis en las viñas. Para la burguesía vitivinícola, la base del emprendimiento se hallaba en los viñedos y realizaron fuertes inversiones en ellos. Hacia 1890, los Errázuriz de San Felipe, cultivaban setecientas hectáreas de viñedos; la empresa alardeaba de tener el mayor paño de viñas de un solo propietario del mundo. Considerando las principales empresas de ambos países, las chilenas tenían claramente menores dimensiones que las argentinas y elaboraban menos cantidad de vino. Pero, proporcionalmente, poseían más viñedos.
Las grandes fábricas de vino aprovecharon los medios publicitarios disponibles en la época para multiplicar la visibilidad de sus productos e incrementar su presencia en los mercados. Justo en aquel período de expansión vitivinícola se produjo también la expansión de los medios masivos de comunicación gráfica, con el boom de los magacines ampliamente ilustrados con fotografías, grabados y fotograbados.
Los nuevos medios técnicos permitieron a los periódicos ofrecer páginas visualmente muy atractivas, lo cual multiplicó las audiencias. La tirada semanal de la revista Zig-Zag, en Santiago, llegaba a cincuenta mil ejemplares a comienzos del siglo XX; más popular era Sucesos, con cien mil lectores.
A principios del siglo pasado, en Chile, varias empresas vitivinícolas invirtieron en campañas publicitarias. Entre ellas se destacan las viñas San Pedro, Tocornal, Carmen, Concha y Toro y Subercaseaux. En las primeras décadas del siglo XX, los diarios y revistas chilenas exhibieron constantemente la presencia de avisos de este tipo.
La viña San Pedro realizó campañas de larga duración, a veces de siete años en el mismo medio, tal como se examina más adelante. También llevaron a cabo fuertes inversiones publicitarias otras empresas como Viña Carmen y Viña Subercaseaux. Los anuncios eran bastante parecidos, aunque los de esta última se destacaban por su gran tamaño, muchas veces de página completa. La corriente principal de la publicidad de vino chileno se focalizó en visibilizar las marcas. La mayor parte de los afiches se dedicaba a incluir las palabras que representaban el nombre de la marca comercial. En forma complementaria, y con letras de menor tamaño, se incluían datos de contacto para realizar la compra.
Más allá de su poder de lobby, hacia 1910, las burguesías vitivinícolas de Argentina y Chile se presentaban como actores sociales de liderazgo indiscutible en sus respectivos países. Contaban con medios económicos suficientes para impactar en la opinión pública a través de los medios masivos de comunicación; podían movilizar al pueblo en manifestaciones masivas; y tenían capacidad de incidir en las políticas públicas en Chile, la burguesía vitivinícola tenía tradición y solera; llevaba siglos de presencia en el país y formaba parte de la clase dirigente tradicional.
Los inmigrantes viticultores en Mendoza
En Argentina la burguesía vitivinícola del Centenario surgió de los inmigrantes pobres que llegaron al país en el marco de la migración masiva, que salió de Europa para escapar de la miseria. Estos inmigrantes se insertaron en Mendoza, en la década de 1880, para trabajar en forma personal en las viñas y otras actividades subordinadas.
También ambas burguesías se diferenciaban en niveles de educación, en Chile, accedieron a los mejores centros educativos. Francisco Urmeneta estudió en el colegio San Ignacio; Bonifacio y José Gregorio Correa Albano asistieron a los Sagrados Corazones; Luis Cousiño fue al Instituto Nacional (ambos en Santiago). Muchos de ellos ingresaron a la universidad; Maximiliano Errázuriz se graduó de agrimensor; Melchor Concha y Toro, Tocornal, Urmeneta y Errázuriz fueron abogados. Varios tuvieron oportunidad de completar su formación en países desarrollados del norte: Luis Cousiño estudió en Francia; Undurraga, en Italia; Errázuriz, en EEUU.
Al otro lado de la cordillera, la burguesía vitivinícola nacional tuvo una llegada todavía más directa al centro del poder político nacional. Maximiliano Errázuriz fue ministro plenipotenciario en Bélgica (1867-1869) y Austria (1872). Manuel Antonio Tocornal fue ministro de Justicia, Culto e Instrucción Primaria (1849-1850), ministro del Interior y Relaciones Exteriores (1862-1863) y rector de la Universidad de Chile (1865-1867). Melchor Concha y Toro fue ministro de Hacienda (1869-1870). José Tomás Urmeneta fue candidato a la presidencia de la República (1870).
La constante circulación de los grandes viticultores chilenos en los cargos de alta responsabilidad pública generaba rutinas en el mundo de la prensa. Los movimientos eran tan predecibles, que parecían oreografías ensayadas con anticipación. La prensa estaba atenta a los detalles que permitieran criticar aquellas costumbres con sus caricaturas y comentarios irónicos. Una buena oportunidad se presentó el 27 de abril de 1916, cuando Silvestre Ochagavía reemplazó a Ramón Subercaseaux como canciller de Chile; y res meses después, el 1 de julio, asumió el cargo otro viticultor, Juan Enrique Tocornal. La prensa se regodeaba estos movimientos y los llamaba “cambio de vinos”. La triple sucesión de los capitanes de la industria vitivinícola chilena en el Ministerio de Relaciones Exteriores era un reflejo del enorme prestigio social, político y económico que tenía el sector dentro del país. Las viñas funcionaban como plataformas para la construcción de posicionamiento dentro de las élites; y el esfuerzo se coronaba con el advenimiento a estos cargos de honor y prestigio.