Personaje real o de leyenda, tendrá muchas de las características que inmortalizarán su buen nombre con la asociación del vino emblema de Argentina. El reconocido historiador, comunicador y escritor mendocino Gustavo Capone bucea en esta nota en el origen de la palabra malbec, el nombre de la cepa y el vino que distingue a la vitivinicultura mendocina en el mundo. Un valioso rescate y puesta en valor de la leyenda del Señor Malbek.
“Malbek úr” traducido al idioma húngaro significa: el Señor Malbek. Para ser precisos deberíamos expresar: «Ki vot Malbek úr?«, o sea, “¿Quién fue el Señor Malbek?”.
¿Personaje real o de leyenda? ¿Un húngaro cuya legendaria familia había podido sobreponerse durante siglos al asedio de hunos, celtas, romanos, eslavos y ávaros, para definitivamente fundar Hungría en el siglo IX? ¿Viticultor, convertido al cristianismo, que ofrecía cepas de uvas tintas a los monjes de las capillas de Austria, Suiza y Francia durante el siglo XII? ¿Un bohemio magiar que tras el sometimiento de los otomanos durante el siglo XVI escapó a Francia en busca de libertad para poder disfrutar de la poesía y las tabernas de Montmartre? Interesante, y a su vez, amplio abanico de posibilidades que demuestra lo que hace muchos siglos intentamos saber: ki vot Malbek úr?, o bien, ¿quién fue el Señor Malkek?
Malbek y la necesidad de encontrar una historia
La leyenda nos dirá que József Malbek, oriundo de Eger (ciudad del norte de Hungría y perteneciente al condado de Heves), era el propietario de un vivero, y que constantemente formaba parte de una compañía de comerciantes, que a través de las caravanas de mercaderes recorría con sus productos las ciudades del centro de Europa.
La región de Eger fue históricamente reconocida por sus aguas termales y la calidad de sus vinos. Es una zona ubicada muy cerca de las montañas de Bükk; y si bien Hungría fue siempre ponderada por sus vinos blancos y dulces, como el tokaj, el vino que Luis XIV llamó «Vinum Regum, Rex Vinorum» («Vino de reyes, rey de los vinos»), la villa de Eger tenía la particular característica de producir uvas tintas, que dieron lugar a sus famosos caldos conocidos como “sangre de toro” (vikavér).
El mito nacerá en épocas de la invasión de Suleimán “el Magnífico” a Hungría (1552), cuando los soldados turcos hicieron correr el rumor que los húngaros tomaban vino mezclado con sangre de los toros para generar una energía sobrenatural y así defender la caída del sagrado castillo de Eger, símbolo de la resistencia húngara.
En realidad, el famoso Malbek, más allá del épico tránsito legendario de su vida, tendrá muchas de las características que inmortalizarán su buen nombre con la asociación del vino emblema de Argentina. Intrépido y audaz, con mucho cuerpo para soportar tempestades, y con una estirpe que buscará siempre su lugar en la historia.
Y revisando esas épocas, veremos que la tierra de Malbek fue pisada por los grandes imperios del mundo antiguo y medieval. Pero él pudo romper las cadenas y escapar con su aurea espiritual en busca de la libertad para terminar triunfante en medio de alabanzas y brindis, arribando a lugares impensados.
Cumplirá así un mandato divino, propio de esos extranjeros que serán adoptados como un hijo pródigo, para concluir su rutina siendo venerado, vaya paradoja, tanto por el canto de los juglares en una cantina popular como por las voces de un coro en las capillas de la cristiandad. Y más aún, tanto en su tierra natal como en los discursos que lo subliman desde una glamorosa tribuna universal.
Desde la Dacia romana a la aldea rebelde de Cahors
Ese es Malbek. El que se confundirá con un vino. El que atravesó ríos y cordilleras recorriendo miles de kilómetros. Desde la vieja Dacia romana (“los pastos de Julio César”) hasta llegar al pueblo en el cual su nombre tomará una dimensión insospechada: la antiquísima provincia de Quercy, en la rebelde aldea de Cahors, a quien no pudo doblegar ni los ingleses, ni la peste negra, y donde el florecimiento renacentista pareciera que pasó de largo, deteniéndose en tiempos del medioevo, e invitándolo a radicarse al Señor Malbek como una garantía de que en ese sitio, el valor de la tradición y las costumbres siempre fue un bien innegociable.
Y ahí sentará raíces Malbek. En la tierra de Cahors, famosa por su resistencia, pero también por sus trufas, el foie gras (las pastas de hígado de ganso), los asados de cordero, las ensaladas de melones, las nueces, el azafrán, el queso con leche pura de cabra (Rocamadour), la miel de las flores de los Causses de Quercy y el anís. Desafiante como siempre, y provocador, se animará a plantar en esos parajes franceses, la vitis vinífera que dará como fruto una uva que el tiempo confundirá con su identidad personal.
Fue así como ese apellido Malbek, se transformó ante el oído y el idioma de los franceses, consagrándose a partir de la confusa similitud al pronunciarlo como “mal bec” (“el mal pico”) debido al sabor áspero con que se expresaba esa uva morada ante el paladar de los galos. Por consiguiente, y como fruto de una bienvenida confusión, ese viticultor propietario de un vivero, “el Señor Malbek”, pasó a ser en la tierra de los Champs-Elysées, y para la eterna posteridad, “el Señor que traía el malbec”. Esa será la cepa que con los años llegará a la tierra del General San Martín y se convertirá en la nave insignia de la vitivinicultura argentina.
El vino que trasciende la leyenda
Malbek o Malbec. Mutará su nombre, pero nunca traicionará su esencia. En Cahors será Auxerrois. Côt en el Valle del Loire. Portugal Malbec en Australia. Tinta Amarela o Trincadeira en la región de Alentejo (Portugal).
En nuestro país, al principio de la historia se generalizó como “uva francesa” (para distinguirla de la “criolla”), atribuyendo su origen en las provincias de Cuyo a la acción del francés Michel Pouget, quien introdujo varias cepas europeas, entre ellas, el Malbec, fruto de un antiguo cruzamiento de uvas Magdeleine noir des Charentes y Prunelard, los verdaderos padres reales del vino Malbec.
El resto es un versito conocido, aunque verídico. Repetido. Otros ya la contarán. Pecará por escasa originalidad. Y hasta será poco honorífico para una viña, un vino y una historia que luchó y sigue luchando por continuar dando la batalla. Adolecerá de pasión. Nadie se tentará por saber algo más de ese vino o de pedir otra copa solo por curiosidad. Seguramente, muchas páginas nos dirán lo ya sabido. Pero no hablarán de József Malbek. Olvidarán su alma, su leyenda, su historia. En el fondo, ellos rebajarán un noble vino.
“Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia ¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa conjugación de los astros, en qué secreto día que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa y singular idea de inventar la alegría? /Con otoños de oro la inventaron. El vino fluye rojo a lo largo de las generaciones como el río del tiempo y en el arduo camino nos prodiga su música, su fuego y sus leones”.
Jorge Luis Borges, el ciego que también sabía de vinos.
¿Se referirá Borges en ese Soneto al Vino a la aldea de Eger, a Cahors, a Mendoza, a esa huella mítica de música, fuego y leones que cursó continentes para traernos el Malbec? Me gustaría creer, fantasiosa e ingenuamente, que sí. Pero qué importa. Tampoco sé si Borges conoció al Señor Malbek, aunque seguramente percibió a quienes les gustaba brindar con vino. Y si es con Malbec, mejor. Él escribía para nosotros.