La creciente fama de nuestro varietal insignia se debe no sólo a la naturaleza que potencia la cepa y al trabajo de los productores que elaboran el vino, sino a la gestión de los «admiradores» mendocinos, que lo proclamamos con orgullo por el mundo. Nuestro colaborador, el ingeniero hidráulico, escritor y músico Sergio Gabriel Rey, bien menduco pero afincado en Canadá, es uno de esos fans del malbec. Como conocedor de su historia, nos la cuenta con gracia, desde el pionero Pouget hasta las «enguanadas» de su infancia en Lunlunta, pasando por el «piquito» y el húngaro Malbeck.
Todos los 17 de abril celebramos en Argentina «El Día del Malbec». En Argentina y en el mundo, puede decirse, ya que como parte de la promoción de nuestros productos nacionales, las embajadas de nuestro país organizan diversos actos recordatorios con su degustación correspondiente.
La fecha nos recuerda la creación, ese día de 1853, de la primera escuela de enología del país por iniciativa de Faustino Sarmiento, quien recomendó para ello a un afamado enólogo francés, don Michel Aimé Pouget, a quien había conocido en Chile, donde ambos vivían exiliados.
La escuela funciona afortunadamente al día de hoy en Guaymallén, lleva el nombre de su primer director y siguen egresando de sus aulas excelentes enólogos. Los mendocinos la conocemos cariñosamente como “La Puyet”.
El hombre era experto en suelos y se concentró en adaptar diversos varietales franceses a los terruños mendocinos.
Para eso trajo de su tierra natal el malbec, pero también el cabernet sauvignon, el pinot noir y otros. Sin embargo, nos tomamos la licencia de relacionarlo con el malbec, y es válido, no tanto por lo que ocurría en ese momento sino por lo que aconteció después.
Digamos de paso que las convulsiones políticas de la época eran bravas. Por eso, el agrónomo francés sólo estuvo 5 años al frente de la escuela y luego ésta entró en decadencia hasta casi desaparecer. Pero el hombre se afincó en Mendoza, siguió experimentando en un pequeño terruño cercano que había adquirido y, se dice, enseñaba gratuitamente a todo aquél que mostrara interés por aprender.
Después de tantos años, siglos, de administración colonial y consecuente comercio monopólico con España (salvo contrabando, que siempre existió), las cepas francesas han de haber sido todo una novedad en tierras cuyanas.
Años más tarde, el ferrocarril trajo cantidad de brazos inmigrantes y la vitivinicultura mendocina empezó a despegar.
A nivel nacional, las corrientes migratorias principales de aquellos años, década de 1880, fueron la española y la italiana, seguidas de la sirio-libanesa en tercer lugar. Pero la tercera en Mendoza fue la francesa. Seguramente este hecho contribuyó a que nuestra vitivinicultura tomara un cierto acento francés.
Sabemos que la variedad en cuestión llegó de Francia y sabemos quién fue el encargado de introducirla en nuestros surcos. Digamos, para mayor precisión, que la región de la cual partió en su viaje transatlántico es Bordeaux, al oeste de Francia, no lejos del mar.
¿»Mala boca» o «buen piquito»?
Algunos audaces se animan a traducir su nombre al español como “mala boca”, aunque en verdad “bec” significa en francés el pico o piquito (al día de hoy, “donne-moi un bec”, se entiende en francés como “dame un piquito”, es decir un besito).
Es verdad que la uva malbec no resulta recomendable como uva de mesa, para consumo en fresco. Aun estando muy madura, su sabor es más agrio que dulce –mala boca-, su dura corteza incomoda al mascarla, y es capaz además de manchar feamente la ropa. Sin embargo, por lo que he leído últimamente, pareciera que todo esto tiene poco que ver.
Cuando yo era niño, la escribíamos “malbeck” o, a veces, “malbek”. Su grafía actual no parece ser de origen francés sino la castellanización de un término de otro origen pues, tal parece, quien la introdujo en Francia fue un enólogo húngaro de apellido Malbeck.
Originaria de Francia o de mucho más al este y, pasando por Francia, el hecho es que encontró su destino en Mendoza, el terruño y el clima que necesitaba para mostrar sus grandes virtudes como variedad en el mundo.
El malbec se destaca en Mendoza no sólo por producir grandes vinos (hay otras variedades que también los dan) sino especialmente porque en ningún otro sitio del planeta alcanza una tal excelencia. Al menos digamos, con prudencia, que no la ha alcanzado hasta hoy.
Mendoza, su lugar en el mundo
Lejos de ser un profesional, sino sólo un amante del vino, especialmente enamorado desde muy niño del malbec, me animo a afirmar tal temeridad basado no sólo en mi preferencia personal sino en datos de la realidad.
Existen actualmente unas 55.000 hectáreas de malbec en todo el mundo. De ellas, 5.000 ha se encuentran en su terruño de origen o, al menos, en el primero en que logró afincarse, Bordeaux; otras 5.000 ha por el mundo y 45.000 en Argentina, de las cuales 38.000 están en Mendoza.
Cifras tan contundentes no pueden ser producto del azar y no son, lo aseguro, un simple chauvinismo de mi parte.
El lugar en el mundo para el malbec no es Hungría, ni Bordeaux, ni ninguno de los otros sitios en que se lo cultiva, ese lugar es Mendoza.
Se la conserva en Francia y se la aprecia como complemento de otros varietales, especialmente para dar color a los cortes, ya que una de sus características salientes es la capacidad de colorear preciosamente los caldos (ese rojo rubí del malbec es incomparable, a todas su edades, desde el violeta de los vinos nuevos hasta el rojo teja de los más añejos).
Hasta no hace mucho, no se conocían varietales franceses 100% malbec. Han aparecido algunos en el mercado, y se dice que es por el “ruido” que han hecho los malbecs mendocinos. No sé si es esa la razón, no me consta, sí debo decir que los pocos malbecs franceses que he podido degustar me han parecido bastante flojitos, sin alma, sin personalidad.
Los hay excelentes en Salta, pero son muy otra cosa. De nuevo debo decir que he probado muy pocos salteños, apenas dos o tres, alguno excelente, pero diferentes de lo que mi paladar espera de un malbec.
Singularidad, misterios y embrujos
El malbec de Mendoza, o simplemente “el malbec”, es un vino franco, directo, que le habla de frente al paladar y al alma.
“Simple”, lo llaman algunos, yo no concuerdo. Misterios y embrujos no le faltan, así que no lo llamaría así.
Una de sus características es el alto contenido de taninos dulces. He notado con pena que en algunos malbec aparecen muy atenuados y he sabido de bodegueros que se esfuerzan en disimularlos, lo que me resulta incomprensible. Ese misterio de la astringencia dulce es para mí una de las mejores virtudes del malbec y le otorga una característica personalísima. Y estoy refiriéndome sólo a los taninos de la uva, porque el vino puede adquirirlos de la madera, y también me gusta eso en el malbec. Soy de los que lo prefieren con algo de madera, sin exagerar.
Pero hay más, lo encuentro un vino muy sugerente No me cuadra calificarlo de “simple”. Me gusta que tenga mucho cuerpo, presencia. Sin que llegue a ser de lengua pesada, me gusta que se haga sentir.
Esas características y otras lo hacen un vino único y por eso es insignia de Mendoza, porque allí logró desarrollarlas como en ningún otro sitio.
Se lo halla, además de Argentina y Francia, en pequeñas cantidades en Chile, California, en Sudáfrica y posiblemente en otros países. Lo hay en San Juan y lo hay, menos, en La Rioja, Catamarca y Río Negro. Con todo respeto por todos ellos, nadie puede sacarme de la cabeza que el verdadero espíritu del malbec sólo se desarrolla en plenitud en Mendoza.
Otra cosa fascinante es que, sin perder sus características genéricas, es capaz de expresar claramente el terruño del que proviene. A principios de la década del ’60, había casi 60.000 ha de malbec en Mendoza. El gran consumo por esos años de vinos de mesa, hizo que se arrancaran muchas cepas para reemplazarlas por las llamadas “uvas criollas”, de menor calidad pero de más alto rendimiento. Así, a principios de los ’90, la superficie cultivada con malbec superaba apenas las 10.000 ha.
El impresionante cambio en la preferencia del público consumidor verificado a partir de entonces, hizo que recuperara su presencia en la vitivinicultura argentina y que, hasta el presente, no deje de crecer.
Brinda con el vino de tu aldea y brindarás con el mundo
Recuerdo haber leído un reportaje a un conocido sumiller francés que ponderaba las virtudes el malbec mendocino cuando aún no había salido masivamente al mundo. El hombre contó que lo había recomendado a sus colegas de New York hasta picarles la curiosidad. Le pidieron, obviamente, que hablara menos y descorchara una botella del menta’o. Hubo de salir a la búsqueda, lo cual resultaba arduo en esos tiempos en La Gran Manzana, pero logró dar con una. Al abrirla notó, decepcionado, que se trataba de un vino ligero, de muy poca presencia, tal vez, especulaba, para adaptarlo al gusto norteamericano, lo cual era, en su concepto (también en el mío) un craso error.
Pues sí, el vino es identidad y conservar la identidad ha de ser un sagrado deber del hombre sobre la Tierra. Disponer de un vino único y pretender cambiarlo para hacerlo similar a lo ya existente puede parecer a los desprevenidos la mejor manera de entrar en un mercado, es decir, ofrecer lo que el mercado prefiere, pero en el mundo del vino, eso significa perder la personalidad propia, o sea, perderlo todo.
Los de mi generación hemos sido testigos de un rápido cambio de mentalidad de todos los implicados (productores y admiradores, como dice la cueca) que comprendimos que el camino a seguir era bien otro. Imponer un producto novedoso en el paladar del amante del vino resulta muy largo y difícil, pero si se logra, como se ha venido logrando, el premio puede ser ganar un lugar perenne.
En todos estos años el malbec mendocino ha ido ganando reconocimiento en el ambiente internacional del vino y me alegra ver que inmediatamente se lo relaciona con la Argentina. Esto, en toda América, en Europa y en el norte de África, donde he podido comprobarlo personalmente, y estimo que ha de ser cuestión de tiempo para que ocurra lo mismo en el resto del planeta, si es que no ocurre ya.
Parte de la nostalgia y la historia personal
Es, por lejos, mi varietal favorito, dicho, obviamente, con total subjetividad. Para quien ha vivido su infancia entre cepas de malbec, quien ha trabajado la tierra como un juego (pero responsablemente) desde muy niño y aprendió a beberlo desde adolescente en la mesa familiar, el malbec es esencia vital, es mucho más que un simple vino, es parte fundacional de la historia misma.
Me permito sugerirlo siempre, donde quiera que encuentre un amante del vino. Es la primera palabra que pronuncio: malbec.
A quienes no lo conocen, les sugiero que lo prueben y opinen. Quedan encantados.
Los que ya lo conocen lo ponderan con entusiasmo.
En lo personal, por mi propia historia, cada copa, cada sorbo, me hace revivir los surcos abiertos en el bajo Lunlunta (mi primer trabajo, en la tierna infancia), las horas pasadas caminando hileras detrás de la mula colgado de la mansera sabiamente llevada por mis mayores, las podas, las atadas con totora, las enguanadas, etcétera, y muy especialmente las vendimias (uno de los mejores recuerdos de mi juventud).
Por todo eso, yo al malbec no lo bebo.
Digo más bien que lo vivo.
Que nadie deje pasar la ocasión de disfrutar de esa bellísima experiencia.
Salud. Paz y Bien
Escrito en Sherbrooke, Quebec, Canadá el 28 de junio de 2020. Terminado a las 9 y media de la noche.