Cuando el padre de la independencia de EEUU y 3er. presidente de ese país estuvo en Francia como diplomático, alrededor de 1780, aprendió a valorar al vino como un bien social y cultural, que promueve la conversación cordial y hasta sella armisticios. Introdujo los vinos de Burdeos y Borgogna en EEUU y se empeñó en diferenciar el vino de las «bebidas alcohólicas», argumentando que justamente el saber disfrutarlo aleja de cualquier tendencia al alcoholismo. Esta faceta de su vida está narrada en una nota de la flamante sección «Enocultural» de la Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV), que edita la historiadora y periodista francesa, Azélina Jaboulet-Vercherre, también presidenta del jurado internacional de los premios OIV.
Thomas Jefferson, heraldo del vino
Thomas Jefferson (1743-1826) fue el tercer presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, ocupando el cargo entre 1801 y 1809. Se le considera uno de los padres fundadores de la nación. Su eminencia viene dada porque fue el principal autor de la Declaración de Independencia de EEUU de 1776. Fue un ardiente defensor del vino. Su afición por la enología hace de él un digno reflejo de su siglo y, a la vez, un precursor, lo que constituye en sí una deliciosa paradoja.
El vino, estandarte de la moderación
Por su carácter cosmopolita, su cultura humanista y sus opiniones filosóficas, Jefferson fue un hombre de su tiempo. Consecuente con sus principios, afirmó que el vino se diferenciaba de las bebidas alcohólicas. Pero fue mucho más allá cuando, al igual que los opositores a las ambiciones prohibicionistas de los primeros tiempos, afirmó que el vino era el remedio para el alcoholismo. Se unió así a una larga lista de eruditos médicos que, desde los autores del corpus hipocrático, habían incluido a esta bebida entre las herramientas terapéuticas más eficaces.
Un embajador en los viñedos
Durante su estancia en París (1784-1789) como ministro plenipotenciario en Francia de los jóvenes Estados Unidos de América, el «foreign gentleman» -como le gustaba autodenominarse- recorrió Francia y sus viñedos de incógnito y así reforzó su convicción de los beneficios del vino para la salud física y mental.
Sus cuadernos nos permiten reconstruir los pasos de un esteta del vino y los viñedos, que también apreciaba por su belleza. En ellos, se nos ofrece una atractiva serie de rutas del vino, presentadas de forma imaginativa y personalizada. De hecho, bajo la pluma de Jefferson, el vino adquiere una vida digna del protagonista de una novela brillantemente escrita. Porque él supo pintar, con elegancia, un delicioso retrato de los vinos, que despierta en el lector no sólo el deseo de degustarlos, sino también el de recorrer los viñedos de donde proceden. En sus cuadernos, lo pintoresco se codea con la observación rigurosa.
Valor diplomático
Este «caballero diplomático» tenía un gusto muy definido y proclamaba sus preferencias. Este inspirado catador elaboró una clasificación de los vinos de la región de Burdeos, que puede compararse con la más conocida, de 1855. A veces, olvidamos que esta última tiene un origen contable (surgido de datos suministrados por los corredores de la Plaza a petición de Napoleón III). Jefferson tampoco descuidó los elementos materiales (precio e impacto fiscal) ni los técnicos (métodos vitícolas). Sin embargo, resulta agradable descubrir que su clasificación es más sensorial, más sensualista, más estética. Podríamos descubrir en ella las elegantes resonancias de una vida social plena.
Además, Jefferson no se limitó a los dos «monstruos sagrados» de la viticultura francesa (Borgoña y Burdeos), sino que también estudió las tierras vitícolas del sur de Francia, del norte de Italia y de las inmediaciones del Rin, del valle del Mosela y de la región de Champagne. Con el transcurso del tiempo, su perfil de catador se fue ampliando hasta abarcar también el valle del Ródano, la región de Languedoc-Rosellón, España e, incluso, Portugal.
Su curiosidad, su energía y su capacidad de concentración se pusieron al servicio de su motivación como enófilo y le permitieron afrontar las dificultades del transporte del vino (tiempo requerido, condiciones climáticas, ataques de piratas). Fue partidario de los intercambios directos con los productores -por sus ventajas en cuanto a precios y conversación- hasta el punto de convertirse en un referente para las autoridades fiscales. Un uso inteligente de la vía diplomática que aún hoy nos costaría imaginar.
Celebración del vino
Gracias a Lafayette, el político francés que peleó por la guerra de Independencia de EEUU, entre otros, pudo disfrutar de la vida de las figuras más brillantes de la Ilustración parisina. Podemos imaginarlo muy a gusto en esos salones, con la mente tan aguda como algunos de los vinos que describió (llamaba «brisk» -vigorosos- a los vinos que hoy denominamos «de aguja»).
Jefferson no era un coleccionista en el sentido museístico del término. Para él, beber era una celebración. Este augusto personaje era un razonable amante de las fiestas. Nadie discutía entonces su convicción de que el vino es un asunto serio. Es preciso honrar el momento de degustar el vino, ya que en él se combinan las sensaciones, las emociones y la cultura: el sentido de la Historia.
Este puritano encontró en el vino un poderoso medio de evangelización, pues el buen gusto no podía prescindir de la templanza. Comprendió la función social del vino: el «arte de saber vivir» no podría entenderse sin el «arte de saber beber». Y esos saberes eran, en ese momento, franceses. El primer conocedor de vinos de la nueva América creía que era preciso exportar y replicar esos modelos.
Jefferson, heredero él también de miles de años de civilización, nos invita a recordar el papel del vino como noble medio de expansión del conocimiento y sabrosa herramienta de expresión cultural.
Fuente: Organización Internacional de la Viña y el Vino (OIV)